viernes

_La tierra mojada

Observa una cámara a un pintor observar a un membrillero. Pareciese cómico, sino fuera tan serio. López encara su obra en el frío otoño de un Madrid en 1990. Su membrillero por fin ha crecido, y eso le inquieta. El sol saluda con efusividad, pero es de conversación corta. Tan pronto como puede se marcha. López le escucha con atención, pero sus palabras no alcanzan. Decide entonces hacerlo cada día. Si se propone hablar poco, poco a poco aprenderá de él. No hay prisa de momento. Al fin y al cabo, es tan bonito el membrillero... Necesita plasmar esa luz en un lienzo. Lo hace cerca, bien cerca. Cada pelo del pincel debe empaparse de la hermosura de su modelo. Es López un hombre enamorado de su oficio, y trata de serle honesto. Pero el sol no entiende de amores, y cada día dialoga menos. Hay días que tan sólo murmura, y se esconde entre las nubes que presagian la lluvia de un octubre negro. Entonces López se siente abandonado. Él, que tan bien habló a familiares y amigos de aquellos encuentros, se ve ahora resignado a sólo un recuerdo. Mira la lluvia mientras apaga un pensamiento: ¿Qué hubiese ocurrido si el sol amara al membrillero? Pero es López un hombre insistentemente enamorado. Y sustituye al óleo por el lapicero. Si el sol no nos ayuda, lo haremos sin el sol. Y en un acto de adoración, coloca al membrillero en el centro. Otoño avanza y el membrillero perece, pero ya nada importa. López lo acompañará hasta la muerte. Calada a calada, sus hojas decaen, sus frutos crecen. Pero por alguna extraña razón, el membrillero resiste al fiero noviembre. Quizás entienda que aquello todavía no ha terminado. Que López le necesita. Y que necesita tiempo. El membrillero lucha, pero sus frutos medran. Sus brazos no toleran tanto peso. Y tanto amó López al membrillero, que por no soportar verle sufrir dejó su utensilio y se despidió de su compañero. Hasta luego amigo, nos vemos en mis sueños. Arrancó así al fruto de sus entrañas, y en una mezcla de amargura y redención, exhaló su carne dorada. Aquellos membrillos eran todo cuanto le quedaba. Quizá por ello nunca osó tocarlos, dejándolos pudrir en el suelo de su humilde patio. Por aquel entonces el sol recuperaba su humor y se decidía a salir de nuevo. El otoño había pasado el testigo al invierno. Y el invierno, a la primavera. Todo permanecía impasible. Madrid hacía tiempo que olvidó la realidad y se consumió en una pantalla. Y mientras tanto, el sol no aprendió nada. Pasados los años, la lluvia volvió a la tierra mojada. Y esta vez, sin membrillero ni pintor, se llevó a la cámara. 

Una crítica-relato del film de Víctor Erice, El sol del membrillo (1992). David Beltran i Marí. 2014.

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