lunes

_Que vienen los malos


Había dos horas al día en que no se nos permitía jugar, las que seguían de inmediato a la comida. Mi abuela nos instaba a hacer la siesta, pero ni mi hermano ni yo estábamos por colaborar. Era verano y en verano uno nunca tiene ganas de dormir. Lo que venía entonces era el mutismo. Sentados frente al televisor del salón, mi abuelo se citaba con otra película del oeste. Lo hacía de un modo peculiar. Las piernas enfiladas hasta palpar el suelo, una siempre encima de la otra. Los brazos entrelazados, con los puños enterrados en las axilas. El palillo rendido a su propio peso, apenas sostenido por la comisura de sus labios. Nona pulida en años que eran losas y cuya salmodia mi abuela nos recitaba con fervor. No juguéis, no habléis, no os mováis. Tan pulcra fue siempre en su desempeño, que jamás me planteé que algo de aquello pudiera ser de otro modo, sino con el paso del tiempo, cuando uno mira hacia atrás pretendiendo eximirse de sus huellas. La película comenzaba, y Wayne, Peck, Fonda o Stewart solo eran palabras escritas entre horizontes de grandeza, que aprendería a pronunciar mucho después. No, entonces todo resultaba más sencillo. Ellos eran los buenos. Blancos, impávidos, callados. La viva imagen de mi abuelo. Él era el pan y el vino, la consagración de todo hombre que aspirara a ser mentado como tal. Rara vez hacía uso de su voz, salvo para alejarte de los hoscos caminos que intercedían entre su sacra hechura y el televisor. Su retórica era áspera, sin detenerse en adornos superfluos. La piel de burro no transparenta. Suficiente. Uno se reconocía de inmediato entre el pelaje del asno y ponía a marchar sus patas hacia mejores pastos. En mi casa siempre entendimos la diferencia entre ser mudo y ser silente. Aquel era un acto de encierro voluntario, del que durante dos horas se nos hacía partícipes a mi hermano y a mí. Conversos no convencidos, aguardábamos impacientes la redención de nuestras almas. Y entonces llegaba. Ocultos del otro lado del horizonte, manaban sus alaridos. La amenaza, el sonido. A lomos de cientos de caballos, tantos más mejor, sus flechas eran punzadas al corazón de lo efímero. El bullicio reinaba apenas unos segundos en el feudo de la afonía, pero su impronta permanecía más allá de los confines del verano. Que vienen los malos, acuciaba mi abuela a los allí presentes. Mi abuelo se revolvía en el epicentro del sofá. No durarán, profetizaba el ilustrado en tantas otras contiendas. Y nunca lo hacían, mártires de su condición fatal. Habían nacido para morir por ellos, los buenos. Así fue, mientras yo pude verlo. Mi hermano tampoco fue testigo de algo distinto.

Veinte años después de aquello, acompaño a mi padre a casa de mi abuelo. Vivo lejos y hace tiempo que no le veo. Mi padre me advierte que no es el mismo, pero yo no percibo a un hombre senil, próximo a la muerte. Solo alcanzo a escuchar su voz, mucho más aguda de lo que la recuerdo.

Colección: Cuentos en el metro. David Beltran i Marí. 2018.

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